Hay viajes que nos llevan a tener experiencias tan profundas que quizás no nos demos cuenta de su importancia hasta que regresemos a casa y podamos procesar todo lo ocurrido.
3. RECORRER LOS FIORDOS DEL OESTE EN ISLANDIA
Islandia es un país en el que la naturaleza es prácticamente dueña de todo. En él habitan poco más de 370.000 personas, que se concentran en la capital, Reikiavik, y algunas ciudades y pueblos asentados en una costa que, gracias a las corrientes cálidas del océano, proporciona una vida algo menos dura que en otras partes de la isla.
Una de las zonas más despobladas de Islandia es la de los salvajes fiordos del oeste. Allí, tan sólo encontrarás un par de carreteras asfaltadas y varias pistas de tierra que sirven de línea de vida a los escasos habitantes que se atreven a morar en este lugar tan inhóspito, sobre todo en invierno.
Para el viajero que se aventura a recorrer estas tierras, la recompensa es enorme. Dramáticos acantilados, de hasta 500 metros de altura, que entierran sus pétreas raíces en un océano embravecido; impresionantes cascadas de formas imposibles; playas salvajes e infinitas de arena de distintas tonalidades.
Además alberga una fauna compuesta por animales tan exóticos como las ballenas, los frailecillos o los zorros árticos; fiordos que ofrecen panorámicas de película; y enormes masas de hielo que nos recuerdan lo insignificante que somos en esa tierra virgen.
Dentro de los fiordos, la aventura más extrema la proporciona la Reserva Natural de Hornstradir. En ella no existen carreteras. No vive nadie, de forma perenne, desde los años 50 del pasado siglo. Un barco nos puede dejar allí y su bocina será lo último “humano” que escuchemos hasta que nos recoja de nuevo.
Recorrer a pie ese brazo de tierra es retroceder en el tiempo a la época en la que Islandia era llamada “Thule” y se creía habitada por seres mitológicos. Una experiencia al alcance de unos pocos. Una vivencia que nos marca para siempre.
4. CRUZAR EL DESIERTO DEL GOBI, CHINA Y MONGOLIA
Existen retos o aventuras tan extremas que nos exigirán lo máximo, tanto a nivel físico como mental. Una de ellas es, sin duda, la de cruzar una de las zonas desérticas más duras del planeta: el desierto de Gobi.
Este desierto se extiende entre el norte de China y el sur de Mongolia y posee una gran importancia histórica al haber formado parte del antiguo Imperio mongol y albergar algunas ciudades principales de la romántica Ruta de la Seda.
Aunque hoy en día, gracias al Transmongoliano, se puede atravesar en tren, la auténtica aventura es hacerlo en camello, como los verdaderos nómadas de la zona.
5. RECORRER LAS MONTAÑAS SIMIEN EN ETIOPÍA
El continente africano posee una luz diferente. Más intensa. Más ancestral. Una luz que alumbró al hombre en la oscuridad de los tiempos y cuya intensidad parece no menguar, cuando sí lo ha hecho en otras partes del mundo.
Quizá sea esa luz la razón por la que los viajes en África suelen dejarnos una huella indeleble e imborrable. Un claro ejemplo de ello lo encontramos en las etíopes montañas Simien.
Protegidas por la figura del parque nacional desde 1966, las Simien son admiradas y conocidas universalmente. Esa cadena montañosa presenta algunos de los picos más altos del continente, con varias cimas que superan los 4.000 metros sobre el nivel del mar.
Su aspecto extremadamente árido muda a un auténtico vergel cuando la bendecida lluvia da una tregua a esta castigada parte del mundo. Lo que permanece invariable es la gente que habita las Simien.
Hay varias rutas guiadas que atraviesan el parque nacional, recorriendo los puntos más turísticos. Sin embargo, buscar un guía local y transitar la parte más desconocida de ese mundo vasto, rural y auténtico es algo mucho más recomendable para aquellos que estén buscando inolvidables experiencias de viaje.
Los etíopes – único pueblo africano que jamás fue totalmente sometido por colonizadores extranjeros – son gente bella, orgullosa, noble y extremadamente dura. Cuesta llegar a ellos, pero cuando advierten nobleza y verdadero interés humano, se abren y muestran su cara más hospitalaria.
Aldeas con casas hechas de barro y paja; escuelas donde implicados profesores intentan que los niños tengan una oportunidad para salir a flote; raquíticos campos de cultivo que esperan, junto a sus dueños, la lluvia con ansiedad. Es un mundo distinto. Un mundo que, tras vivirlo una sola vez, ya nunca llegamos a olvidarlo.
Yuniet Blanco Salas